sábado, 8 de noviembre de 2014

Holocausto Neuronal

Escrito por: Lisandro Cione.


A esta altura ya es difícil recordar cuándo empezó todo.

Incluso después de nuestro intento fallido de re-establecer la sociedad y de documentar todo lo ocurrido, la mayoría de los sobrevivientes simplemente elegimos seguir adelante, tratamos de continuar con nuestras vidas como pudimos. Aunque claro, esto no fue nada fácil para ninguno de nosotros.

Las fábricas dejaron de funcionar y, con ello, dejaron de producirse alimentos, ropa, medicamentos, combustible y, claro, también se paralizaron los servicios básicos. Todo aquello que simplificaba nuestra vida cotidiana, básicamente. La gente dejó de trabajar y las finanzas a nivel mundial comenzaron a derrumbarse. Lo próximo, naturalmente, fue la caída del orden económico y social que conocíamos. Desde entonces, el día a día de la humanidad se resumió a la supervivencia del más apto entre los que nos habíamos salvado.

Se empezaron a formar comunidades precarias e improvisadas para tratar de ayudarnos entre todos, pero entonces también se formaron distintos grupos de delincuentes, pandilleros y demás clases de lacras. En ese punto las peleas y guerras "civiles" por los pocos recursos aún disponibles fueron inevitables. Al menos hasta donde yo sé, hubo cientos de miles de muertos a lo largo de todo el mundo, convirtiendo nuestro intento por re-formar la paz y el orden en una masacre global que prácticamente terminó por extinguir a la humanidad.

¿Y todo por qué? Por increíble que parezca, prácticamente la mayoría de la sociedad fue esclavizada por la tecnología, por así decirlo. De la noche a la mañana los televisores, computadoras, celulares y demás aparatos electrónicos dejaron de funcionar a electricidad. De alguna manera que aún desconocemos, se volvieron independientes y desarrollaron una suerte de sonda por medio de la cual se alimentaba de las neuronas de sus usuarios.

No sabemos cómo ni por qué pasó, simplemente pasó y nos agarró a todos por sorpresa. Solamente las personas con mayor fuerza de voluntad nos salvamos, los débiles de mente estuvieron condenados instantáneamente. Es así que millones de personas quedaron idiotizadas permanentemente frente a estos aparatos, ya sea viendo continuas repeticiones de programas berretas de chimentos o entretenimiento hueco y vacío, navegando vaya uno a saber en qué lugar de la Internet, escuchando música aberrante o mandando mensajes de texto constantemente a cualquiera de todos sus contactos. Parecían estar en una suerte de estado vegetativo del cual nunca jamás se los pudo sacar.

Así fue como perdieron sus vidas en vano. Dejaron de hacer lo que tendrían que haber hecho, dejaron de ser miembros productivos de la sociedad y contribuyeron involuntariamente a su inevitable destrucción. Y el resto… El resto ya lo saben, el resto es historia. Yo soy el que, como pudo, documentó lo ocurrido durante todos estos años. Soy el Archivista del Fin del Mundo y estoy a punto de morir.

Confío en que algún día alguien leerá esto, confío en que ese alguien sabrá lo que pasó y por qué pasó y entonces aprenderá a no cometer los mismos errores que nosotros.

jueves, 6 de noviembre de 2014

El Paciente Italiano

Escrito por: Demian Guerrero.


Abro mis ojos. ¿Cuánto tiempo he dormido? No lo sé, fueron segundos que se prolongaron hasta ser eternos y difuminados, ¿habré dormido realmente? Veo el espejo, inmóvil frente a mi cama, recordaba tener uno más nuevo, pero es realmente muy antiguo, me reflejo de una forma extraña, y luego me percato de un detalle trivial, pero que de alguna manera me alarma: Está agrietado. Y siento, percibo, como si alguien gritara dentro de la chapa de bronce, me aturde y luego cesa. Eso no es lo único que me saca de mi eje, el teléfono suena, retumbando en mis oídos, ¿quién será a esta hora? Y por cierto ¿Qué hora es? No tengo ganas de contestar, pero no tuve más remedio, tenía que callar ese pitido insufrible. Lo más extraño viene ahora. Contesto y oigo, trato de agudizar mis oídos, son balbuceos. Ha de ser una broma. Cuelgo. Abro la puerta y prendo la encandilante luz de mi comedor, la luz no siempre es algo bueno. Actúo como si tuviese resaca, pero es imposible pues soy abstemio, aunque al abrir la heladera solo encuentro un vodka, una cerveza y un vino tinto por la mitad, todos los demás cerrados, y en el fondo, a lo lejos, un vaso de agua. Espero que esto no sea un mal presagio.

Supongo que solo eran recuerdos, puesto a que ya estoy aquí, en mi trabajo, mi camisa está planchada, nunca planché nada en mi vida, no me concentro en esos detalles. Noto que mis sentidos están normales nuevamente, escucho un auto cuyo arranque parece un terremoto aunque no logra aturdirme, lo escucho a lo lejos. Está bien. Soy psiquiatra, entro a mi oficina, veo una placa que dice “Veni, vidi, vinci”, la habré colgado yo, no sé en que estaba pensando. Me siento y pienso en todo, que debo un mes del alquiler, en mi enfermedad crónica, en que tuve que pagarle una infracción a un policía corrupto cuando yo no había hecho absolutamente nada, en que no registraron mi pago y fui prácticamente obligado a abonar dos veces la cuota en un mismo mes del servicio telefónico, en que el político que yo voté resultó ser un terrorista, pero también recuerdo cosas buenas, como que por ejemplo el esfuerzo por entrar en este hospital psiquiátrico tuvo frutos. La semana anterior llegó un nuevo interno que me encargaron, hoy será mi tercera sesión con él y no puedo dormir desde que la primera tuvo lugar. Es muy extraño, no sé si tengo miedo, intriga o incluso cariño. Me amenaza con que perderé mi empleo, y acusa a algunos doctores de ejercer abuso de su poder. Hoy intentaré aclarar todo, de un insano a otro.

Pasan los minutos, pasan las horas, pasan los años, y vuelvo al punto de partida. Alguien toca mi puerta. Abro. Pelo castaño, algunas canas asomadas, una barba que parece pedir a gritos ser emprolijada, anteojos cuadrados, no sé especificante cuantos tendrá pero no debe pasar de los 30 años, es Santiago Jaimes. Cuando ascendí, el jefe estaba entre él y yo, finalmente me escogió a mi, creo que desde ese día Santiago me mira con diferentes ojos, llenos de furia y envidia que mata. Me avisa que mi paciente ya está listo para la sesión, con ese tono siempre tan ambiguo, histérico y soberbio. Recuerdo la vez que me invitó a tomar unas copas y le dije que yo no tomo, creo que también se enojó por eso, no le hago caso, después de todo tengo que prepararme para lo que se viene. Camino por los angostos pasillos, oigo a los internos dormir, otros siguen despiertos, la mayoría siempre gritan como estúpidos hasta que vienen a sedarlos. Llego al cuarto de mi paciente, tiemblo y extiendo mi mano hasta llegar al picaporte, lo inclino y empujo la puerta, rechina infernalmente. Está un poco oscuro, pero se puede ver, sobre todo a él, a mi paciente, sentado y sin movilidad en las manos y piernas.

Me siento frente a él, siempre me recuerda que es de origen italiano, siempre, y mientras me lo repite por milésima vez me empiezo a sentir mal pues recuerdo los momentos del espejo cuando desperté y la oración en la placa. Me cuesta escucharlo con claridad ya que sus palabras son susurros, pero soy capaz de distinguir la mayoría de las cosas que me dice. Siempre con la cabeza gacha, me amenaza nuevamente sobre mi empleo, y luego acusa a Jaimes de pegarle y maltratarlo, de pronto se desvanece el tono del susurro, sus ojos son sinceros, atraen, todo se vuelve tenso ¿Me estará hipnotizando? Ya perdí conocimiento de donde estoy, solo sé que estoy con él y me está hablando, pide que lo ayude a escapar, porque Santiago lo amenazó de que lo matará esta noche. Me lo dijo en serio, yo lo sé, tengo que ayudarlo. El director de la institución no me cree, incluso tuve una discusión fuerte con Jaimes sobre el tema, no me desmintió nada en ningún momento. Recuerdo que le pregunté al paciente si tenía algo pensado, me dijo algo de códigos de personal, llaves y una salida secreta, había escuchado algo de eso antes pero supongo que lo olvidé forzosamente tratando de negarme a mí mismo que estoy trabajando en un lugar salido de un cuento retorcido. También recuerdo el túnel, el putrefacto y asfixiante túnel, lo peor fue el saber que su recorrido era en vano, en el final solo nos esperaba una caída de incontables metros, es un edificio alto, vi su cuello quebrarse, creo que incluso lo sentí…


Definitivamente solo lo creí, estoy acá, sentado a oscuras, tomando un vino en una casa que hace instantes no conocía. Terminé aquí porque el jefe se enteró de los últimos hechos, me despidió y me dijo que si tenía dos dedos de frente le vaya a avisar a los familiares del difunto la noticia, creo que fue idea de Santiago puesto a que llegué a ver como se estaba riendo. Estoy bebiendo alcohol obligado por una pistola y la persona que la empuña, debe saber que soy abstemio y que solo un vaso me haría mal, prendió la luz y mi vista se hizo mierda, aunque eso no impidió a que fuera ágil y acertara un reverso a mi casual secuestrador. Era mi paciente. Con un revólver en una mano y un cuchillo en la otra. El arma cayó en el impacto, pero la amenazadora navaja sigue siendo sostenida con firmeza. Corro borracho en la casa, tambaleante y débil, veo a lo lejos una foto suya con alguien: Pelo castaño, algunas canas asomadas, una barba que parece pedir a gritos ser emprolijada, anteojos cuadrados, no debe pasar de los 30 años... Mi atención estaba tan centrada en este obvio giro que, antes de que mi vida terminase, casi no me percaté del cuchillo que ya había entrado en mi estómago, como un verdugo silencioso. Caigo sobre un espejo bastante nuevo, le hago una grieta, grito pero nadie parece escucharme. Como mi última voluntad, me levanto y me acerco un teléfono que localicé a mi alcance, llamo al primer número que encuentro en la guía, pero estoy como dopado y ninguna palabra sale claramente de mi boca. Desde el otro lado, me cuelgan.