Escrito por: Mena
Ilustrado por: Mena.
—¿“O”?... ¿Y qué clase de nombre es “O”?
—Mi nombre nomás —respondió el pequeño “O” sin dejar de
moverse de un lado para otro.
—Pero “O”… ¿Qué significa eso?
“O” se encogió de hombros y retrucó:
—“O” es “O”. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Pues Marcos.
—¿Y qué significa Marcos? ¿Ah?
—¿Y qué se yo? Por lo menos Marcos, para que sepas, es un
nombre real, que la gente usa. No como “O”…
—Pero… dime, ¿no sabes que si repites tu nombre muchas
veces, al final resulta que no significa nada? Hazlo, hazlo —“O” comenzó a
saltar en torno del hombre. Este, fastidiado, repitió su nombre unas cuantas
veces. —¿Ves? —insistió “O”—. Ahora Marcos no significa nada. Mi nombre, en
cambio, es más económico. No tengo que usar tantas letras para repetirlo tantas
veces como el tuyo. Escucha. “O”, “O”, “O”, “O”, “O”…
—¡Basta!, basta. Qué importa cómo te llames…
—Pero fuiste tú quién empezó. Yo siempre me he llamado “O”
y no he hecho nunca gran cosa de ello. Lo mismo podría llamarme…
—¡Termina de una vez! —Marcos zarandeó al muchachito y
luego lo tiró contra la pared. “O”, no obstante, pareció divertido con aquello
y de nuevo empezó a saltar de un lado para otro, riendo como un salvaje. Marcos
lo detuvo. Inspiró profundamente buscando la calma y acercó su rostro al de “O”.
Con un tono calmado le dijo—: Escúchame, “O”. Me dijeron que aquí encontraría a
la persona adecuada y… y solo te encontré a ti —“O” sonrió. Parecía distraído.
Marcos insistió—: Por favor, niño. Mi hija se está muriendo. Me he gastado
hasta lo que no tenía para venir a este lugar y encontrar a…
—¡Pero ya lo hiciste, tonto! —interrumpió “O”, zafándose
de las manos de Marcos. Hizo una voltereta y se sentó sobre un mueble
abandonado— ¡Yo soy al que buscas! Tú eres Marcos, el padre de la hija que se
muere. ¡Lo sé, lo sé! Y yo soy “O”. ¿Por qué la confusión? Eres extraño,
Marcos…
Marcos perdió la paciencia. Ya no quería ser delicado con
el niño. No tenía tiempo que perder en diálogos sin sentido. Se abalanzó sobre “O”.
Pero “O” fue más rápido y saltó a un lado.
—Pequeño demon… —maldijo Marcos— Te voy a zurrar que no
vas a sentarte en…
—Ahora vuelves a estar cucú —“O” no dejaba de moverse por
la habitación mientras giraba su dedo índice contra la sien—. ¿Quieres mi ayuda
o no? ¿Viniste a buscarme o no? ¿Está tu hija Alicia enferma con la Pérdida o
no?... —Marcos se detuvo en seco. Su expresión era entre horrorizada y
desconcertada. “O” también se detuvo y colocó las manos a su espalda. Como un
niño travieso pillado in fraganti. Se veía aún más menudo—: Ah, ¿ves? Ahora
empiezas a creerme. No te sientas así. Suele pasar. Supongo que los hijos son
importantes, ¿no? A mí me hubiera gustado ser el hijo de alguien. Debe ser
bueno…
—Tú… tú… —Marcos no sabía qué decir. Le habían hablado de
alguien que podía salvar a su hija. De alguien poderoso y benévolo. Alguien
sabio. Y lo que tenía ante sí era a un niño imposible de no más de ocho años,
mal nutrido, sucio, fastidioso, vestido con un desgarbado taparrabos, y con un
nombre aún más imposible.
—La Pérdida… —murmuró “O” y se rascó la entrepierna.
—Esto tiene que ser una broma… —Marcos negaba con la
cabeza. Desde el inicio de la enfermedad de su hija, había removido cielo y
tierra en busca de la cura. Había vendido todas sus posesiones, empeñado lo que
ya no tenía. Incluso su mujer le había dejado marchándose junto a los otros dos
hijos. Había hecho todo lo humanamente posible para salvar a la pequeña Alicia
y ahora, frente a su última posibilidad, solo se encontraba con una esperanza
fútil que lo había alejado de su querida hija en la hora más crítica. La
Pérdida se la llevaba y él perdía su tiempo con un niño inútil. ¿Cómo lo habían
podido engañar así? ¿Qué nueva crueldad era esta? ¿Es que la Pérdida se estaba
llevando lo poco de humano que aun había en las personas? Se dejó caer
arrastrando su espalda por la pared hasta quedar sentado en el húmedo suelo.
Lloró. Lloró con tal amargura que “O”, enfrascado en sacarse un moco de la
nariz, lo miró en silencio y luego se acercó a él. Sus diminutos pies descalzos
apenas sonaban al dar cada paso. Marcos no notó su cercanía hasta que la mano
del niño mesó sus cabellos. Era un gesto nimio, tímido. El gesto de alguien que
nunca había recibido amor, pero que estaba dispuesto a darlo por montones. Era “O”,
cuyos finos dedos manchados acariciaron el cuero cabelludo de Marcos,
transmitiéndole una sedante sensación de quietud, de dejarlo ir. A pesar de
estar ante un niñito, Marcos mismo se sintió aún más pequeño y desprotegido.
Alzó la vista. Los ojos grandes y negros de “O” le miraban piadosamente. El
cuerpo del hombre se estremeció y gritó desgarradoramente al tiempo que hundía
su cara en el pecho de “O”. Éste le acogió con ternura. Le sostuvo contra su
cuerpo mientras el hombre se desahogaba.
—Alicia, mi Alicia. No quiero perderla. No, no… —gemía
entrecortadamente.
—La Pérdida, Marcos… —musitó “O” y le besó los cabellos.
También lloraba ahora. Las lágrimas dibujaban surcos en sus sucias mejillas—.
La Pérdida… —agregó inclinando su cabeza sobre la de Marcos.
—Se… se suponía que tú… que tú… —Marcos se incorporó,
tomando las manos del niñito con las suyas—. Perdóname, niño. Disculpa… debo
irme.
Hizo ademán de ponerse en pie.
—Espera —le ordenó “O”. Su voz sonó tan firme que Marcos
no se movió—: Viniste aquí buscando ayuda, pero la verdad es que no sabías qué
clase de ayuda querías. Ahora debes saberlo. No has buscado ayuda para tu hija
Alicia. La buscas para ti mismo.
—No, yo no… —intentó corregir Marcos.
—Schhh… Escucha… —“O” se sentó a horcajadas sobre las
piernas de Marcos y ahora él le estrechó sus manos—: La Pérdida… La Pérdida se
coló entre nuestros sueños para enseñarnos algo. No nos quita, como uno pudiera
pensar por su nombre… ¿No te dije que los nombres poco significan? La Pérdida
nos hace ganar. Nos hace atesorar todo lo hermoso que con tanta prodigalidad
hemos desperdiciado. Mira a tu hija Alicia. Cada vez se abandona más la
Pérdida. No puedes hacer nada para impedirlo. Nadie puede. Yo no puedo. Aún
así, has venido a mí. Un pobre niño en el extremo del mundo, donde los niños
son poco más que la basura al costado del camino. Querías encontrar un gran
sabio. Quizá rodeado de sabiduría y ciencia y erudición; y ¿qué has encontrado?
A “O”, que no vale ni el taparrabos que lleva encima. Pero has encontrado algo
más valioso. Algo que nadie podrá quitarte nunca. Has encontrado el amor…
—Marcos volvió a sollozar, bajando la vista. “O” levantó su rostro con ambas
manitas y continuó—: No te habías dado cuenta, pero todo este tiempo has
buscado tu sanación… Porque mientras la Pérdida se lleva a tu Alicia y sientes
que tu corazón se quiebra; tus actos, tu amor, tu viaje por todo el mundo son
la retribución y amas aún más a tu Alicia y comprendes que la Pérdida solo te
ha devuelto un corazón aún más fuerte y decidido.
»Sí. Y ese mismo corazón reformado lo llevarás de vuelta
a tu hogar y acunarás a tu hija para que ella se sumerja en la Pérdida entre
los brazos de su padre. Y recuperarás a tu esposa y tus otros hijos y también los sanarás porque
también estarán quebrados. Cuando todos los que aman a Alicia estén rodeados de
la oscuridad, tú traerás la luz y la corta vida de tu Alicia será un hermoso
canto, un indecible amor que te arrullará y entibiará tu camino y el de quienes
la conocieron… Debes dejarla partir, ésa es la enseñanza primera. Déjala irse
tranquila con un beso.
»¿Puedes afrontar eso?... Claro que puedes. Claro…
La voz del mismo “O” se quebró en este punto, conmovido
por la presencia de Marcos, por la Pérdida, por el mundo entero.
—¿Y tú? —La voz de Marcos era serena y bondadosa—. ¿Qué
hay para el pequeño “O” en todo esto?
“O” le miró. Sus ojos titilaban entre las lágrimas
contenidas. Sonrió.
—Yo ya he ganado todo. Esto… estar en tus brazos como un
hijo. Poder consolarte. Poder amarte.
—Hijo mío, pequeño “O”… —Marcos lo estrechó contra sí y
se balanceó, acunándolo—. Perdóname por mis groserías. ¿Te hice daño?
Perdóname, por favor.
“O” se apretujó contra el cuerpo de Marcos. Luego se
apartó y dio un par de volteretas, sonriendo. Volvió a escarbarse la nariz,
mientras repetía “O”, “O”, “O”…
Pronto el hombre
partiría, reconfortado, camino de su curación. “O” quedaría ahí, escabulléndose
entre las calles, siempre furtivo —y, no obstante, gozoso—, el pequeño hijo sin
padre, hijo de nadie y de todo; siempre dispuesto a retribuir el dolor con el
amor, el sufrimiento con la alegría, la Pérdida con la Ganancia.